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Edicion 225

“ESCENARIOS DE LA DESCOMPOSICIÓN” 

Los dos nogales 

GUILLERMO FABELA QUIÑONES 

SABÍA QUE LA VEJEZ NO TRAE más que sinsabores, pero nunca me imaginé que a tal grado que se quisiera no despertar. Lo que más duele es no tener fuerzas pa’ agarrar un rifle y salir a matar a quienes nos humillan nomás por ser pobres. Esos tiempos se acabaron, cuando nos acostumbramos a ver pasar la vida como nos la ofrecían los del gobierno.

NO LA PASÁBAMOS MAL, qué va, pero nos olvidamos de pensar y actuar por nosotros mismos, pa’ eso teníamos al comisariado ejidal, a las organizaciones que se acordaban de nosotros cuando les convenía. ¿Quién iba a imaginarse que las echaríamos de menos, hoy que no tenemos a nadie que nos diga cómo caminar por el mundo? Yo soy de los que extrañaban esos tiempos, cuando no teníamos que preocuparnos si las cosechas fueran buenas o malas, pa’ eso estaban el Banco Rural y la Conasupo. Sus jefes se preocupaban por nosotros. Ora nadie lo hace, nos abandonaron a la buena de Dios. Entiendo que hoy así son las cosas, porque los campesinos dejamos de interesar a los políticos, cuando antes era todo lo contrario. 

Antes me conformaba diciendo que por lo menos yo tengo mi parcelita y la voy pasando, sin más apuración que la de enfermarme y no poderme levantar. Pensaba que al tener mis dos vaquitas que tengo que alimentar, mis tres perros que me acompañan y me cuidan, mi viejita que mucho me ayuda a pesar de sus dolencias, no me importaría quedar tieso en el catre y tener mi casita de adobe por tumba. No me podía hacer a la idea, que algunas veces le comentaba, de prenderle fuego a nuestro nido pa’ quedar puras cenizas, sin tener que dar molestias a nadie. Lástima que el adobe no se queme, le decía. Ella se persignaba con el Jesús en la boca, se disgustaba mucho conmigo por ser tan ateo, así que no me quedaba de otra que olvidarme del asunto. Entonces todavía pensaba que tenía razón cuando me decía que sólo Dios puede quitarnos la vida que nos dio. Aunque cada día que pasa lo creo menos, al pensar que pa’ maldita la cosa sirve una vida que parece peor que la muerte. 

fabela.jpgNo le veo el caso a seguir en este mundo nomás porque sí, nomás porque el cuerpo sigue terco en dar lata. Así le digo a mi vieja y se molesta, cuando ella misma sufre dolencias que no la dejan dormir, aunque reconozco que lo que más le duele y entristece es ser una monserga para mí. Lo dice, pero me aclara que eso no significa que reniegue de la vida. Me le quedo mirando, sin poderle decir nada. ¿Qué podría decirle, si ya está dicho todo entre ella y yo después de más de cincuenta años de sobrellevar la vida juntos? Prefiero hablar con mis perros, así al menos tengo palabras nuevas, que me   escuchan sin retobar. Nomás se me quedan mirando, meneando la cola, como diciendo que comprenden mis desvaríos, nacidos de la soledad. Ora sólo quedamos aquí mi viejita y yo. Todo mundo se fue yendo, lo que nunca comprendí. Alguna vez quise irme también yo, pero mi mujer me hizo cambiar de idea, al mencionarme los casos de vecinos nuestros a quienes les fue muy mal en la ciudad. 

La atajaba diciéndole que al menos no eran testigos del derrumbe de sus casas, como ha estado sucediendo, dándole al pueblo la apariencia de pueblo bombardeado. Mirar lo que queda de una ranchería que tuvo sus días bonitos me oprime el alma, pero pronto me recupero al contemplar mis dos nogales, siempre tan hermosos a pesar de los pesares. El tiempo no les ha hecho nada, siguen dando nueces como en sus mejores días, tantas que muchas se echan a perder regadas por el suelo, lasque no alcanzamos a recoger para irlas a vender a San Juan del Río. Es que cada vez me cuesta más trabajo, y mi viejita ya no puede echarme una mano. Entonces me acuerdo de mis hijos y les echo de menos.   

En eso de que quienes juyeron les fue muy mal en la ciudad no podía contradecirla porque le sobraba razón. Aún había forma de saber las vidas y milagros de la gente del pueblo, pues seguía viviendo aquí uno que otro familiar de quienes emigraban, dizque en busca de una vida mejor. Pero la verdad es que no necesitábamos ejemplos; a nosotros mismos nos había ido muy mal con nuestros cuatro hijos, los cuales se habían ido de nuestro lado, muy jóvenes. Las dos mujeres acabaron de putas en Tijuana y ya no sé si vivan. Lo último que supe es que una de ellas había caído a la cárcel por meterse con un mafioso. A mis dos muchachos, uno lo mató la migra y el otro anda de “pollero”, sin que jamás se acuerde de sus padres. 

Por eso pa’ maldita la cosa seguimos en este mundo. A nadie le hacemos falta, a no ser a mis animalitos. Mañana mismo voy a San Francisco del Rincón a decirle a mi compadre que mande por ellos. De seguro me va a preguntar qué víbora me picó pa’ tomar una decisión tan sin pies ni cabeza. Le voy a decir que mi viejita y yo nos vamos a ir pa’ Tijuana, con una de mis hijas, sin más explicación. Ni modo de decirle la verdad, que ya estamos hartos de ser pisoteados, que no le vemos caso a seguir en este mundo. No me comprendería si le digo que sin los dos arbolitos que daban sombra y alegría a nuestros ojos, se acabó lo único que nos ligaba a esta tierra, a la vida misma. Lo conozco muy bien, después de tantos años de cavilar juntos, bajo las ramas de los dos nogales que fueron la única alegría de mis hijos cuando fueron niños. 

Si hubiera tenido un arma pa’ defender mi derecho a tenerlos aquí, la hubiera usado sin ningún pendiente. Sé que de nada habría servido, pero al menos habría muerto con la satisfacción de haberme llevado por delante a uno o dos de los pistoleros del cabrón abogado que se los llevó, nomás porque le gustaron. Cómo no le iban a gustar si parecían salidos de un almanaque, tan frondosos y arrogantes a pesar de sus muchos años, tantos que ni yo mismo sé cuántos. Desde que yo era un chilpayate ya estaban así de grandes, ya daban tantas nueces que mi madrecita tenía hasta pa’ vender después de guardar varios costales pa’ comer nosotros el resto del año.

La primera vez que vinieron los escuché sin creer lo que me estaba diciendo uno de ellos. Dijo que me daba cinco mil pesos por los dos árboles, dinero con el que podía comprar otra vaquita o lo que yo quisiera, que los arbolitos le habían gustado mucho al licenciado… no recuerdo su apellido, pa’ trasplantarlos en el rancho que tiene a treinta kilómetros de aquí. Cuando supe que la cosa iba en serio le dije que no estaban en venta, que el dinero ni falta me estaba haciendo. Entonces cambió de actitud y me dijo que no me estaba preguntando si los vendía o no, que al licenciado le habían gustado una vez que pasó cerca y los vio desde la carretera. Desde luego me encabronó tanta soberbia, le dije muy serio, sin alzar la voz, que se largaran de mi casa. Apenas se lo acababa de decir me dio un golpe muy fuerte en el pecho, con el puño cerrado. Sentí un sofoco que casi me ahoga, tirado en el suelo. Mientras me reponía y hacía grandes esfuerzos por levantarme, mis tres perros ladraban enseñando los colmillos, babeando de rabia. Uno de ellos, el más grande, se abalanzó contra el que me había pegado. Le dio un balazo con una pistola que desenfundó rápidamente. Los otros dos perritos comenzaron a chillar, impotentes como yo. Prefirieron escabullirse, asustados.

Ante el escándalo, mi viejita salió de la casa, espantada, gritando como loca. Temí que también la maltrataran. Por suerte no lo hicieron, quizás al verla tan anciana. La dejaron que los insultara, mientras trataba de ayudarme a levantar. El mismo que me había golpeado me dijo que regresarían al día siguiente, con un grupo de gentes preparadas pa’ sacar a los árboles con todo y raíces, pa’ llevárselos. Sacó de una cartera cinco billetes de mil pesos y los tiró al suelo, junto a mí. Se marcharon con la misma rapidez con la que habían llegado. Los miré marcharse en su camioneta cerrada, muy potente, mientras mi viejita lloraba, inconsolable.

Y sí, al día siguiente regresaron, igual de orondos. Sin esperar a que yo saliera, comenzaron a trabajar como treinta fulanos, dirigidos por uno al que decían ingeniero. Yo los miraba desde la ventana, temblando de rabia, mientras mi viejita rezaba y lloraba, lloraba y rezaba, sentada a la orilla de la cama, con la vista pegada en el suelo. Nunca antes me había sentido tan inútil, tan acabado. Ganas me daban de salir a mentarles la madre, cuando menos, aunque me dieran un balazo o una buena tranquiza. No lo hice nomás pa’ no angustiar más a mi viejita. Pero si hubiera tenido un rifle, una pistola cuando menos, no hubiera dudado usarla pa’ que aprendieran a respetar a la gente, aun a la más jodida, como yo.

Todo el día estuvieron dando lata, escarbando y regando a los pobres arbolitos, hasta que las raíces quedaron descubiertas. Luego los acostaron con muchos trabajos, con la ayuda de una grúa, los subieron a dos remolques y se los llevaron. A esa hora el sol se había ocultado, así que al menos no miré cómo se alejaban de nuestro lado, llevándose infinidad de recuerdos, los únicos buenos recuerdos que viven en mi cabeza. Todo el día estuve mirando cómo cavaban alrededor de los nogales, siguiendo las instrucciones del ingeniero, quien parecía saber mucho de árboles, así que al menos me despreocupé, al darme cuenta de que no les harían daño, no tanto como podría haber sido si no estuviera ese señor al pendiente de la escarbadera.

Pero después de cavilar un buen rato, me dije que ni así los dos nogales seguirán con vida, tan acostumbrados como están a su tierra, al igual que nosotros. Por muchos cuidados que pongan pa’ trasplantarlos, seguramente se habrán de secar al extrañar su querencia, de eso no me cabe la menor duda. Me alegra pensarlo. Suena egoísta y lo es, pero me daría mucho coraje que el licenciado ese se saliera con la suya de tener en su rancho dos nogales que nunca le pertenecerán.

Los cinco mil pesos allí están, sobre la mesa de la cocina, como mudos testigos de una canallada que no merecíamos mi viejita y yo. No nos interesa gastarlos, a pesar de tantas cosas que nos hacen falta, porque sería como aceptar que accedimos a venderlos cuando no fue así. Decidimos dárselos a mi compadre, de algo le han de servir, sin decirle cómo los obtuvimos. Si me preguntara que de donde salieron, le diría que se trata de un dinero que me envío mi hija, que se lo estaba dando por el aprecio que siempre nos tuvimos. No creo que insista más.

Cuando sepa el fin que tuvimos, tal vez colija el verdadero origen del dinero. Para entonces lo más seguro es que se lo haya gastado, lo que sería muy bueno. Espero que no queden más que cenizas de mi viejita y yo, pa’ evitarle molestias a mi compadre. Los hoyos que dejaron los nogales son el testimonio de una vileza, por eso preferimos morir. Lo único bueno es que por fin mi viejita no puso reparos ante la idea de quedarnos aquí mientras le prendo fuego a nuestro tilichero.

- Así sabremos anticipadamente lo que es el infierno-, le dije con ánimo de hacerla reír. Al ver que ni caso me hizo, me puse a pensar que la llevábamos de gane en caso de irnos al infierno.    


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