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Edicion 212

“Escenarios de la descomposición”
            
GUILLERMO FABELA QUIÑONES

AHORA QUE ME ACERCO rápidamente a la tumba, quisiera detener el tiempo para vivir un poco más, corregir tanto error que cometí a lo largo de mis muchos años en este mundo, y darme la satisfacción de poner en su lugar a tanto hijo de puta que tuve que soportar por convenir a mis intereses. Sin embargo, cada hora que pasa veo que mi carrera toma más velocidad, hacia el infierno seguramente, donde mis enormes riquezas no servirán para abrirme las puertas del cielo.

   Ahora me doy cuenta del apego que le tengo a la vida, y nada puedo hacer por prolongar mi estancia en este paraíso, que me duele dejar a pesar del hastío que muchas veces me invadió, a partir de la etapa en que la vejez se hizo presente en cada una de mis acciones y de mis pensamientos. Tuve la fortuna de superar la neurastenia de la tercera edad, y volverme un anciano bonachón y comprensivo, lo que me ganó simpatías que no supe valorar por tanto convencionalismo que rige nuestra conducta. ¡Cuántos disgustos tuve con mis propios hijos y nueras por ese afán de fijarme reglas que yo mismo les había impuesto! Entonces, en la soledad de mi estudio, me arrepentía de haberme dejado llevar por la intolerancia y por comportamientos ajenos a nuestra propia naturaleza humana. Todo por el absurdo fin de quedar bien con los de nuestro exclusivo círculo social. ¡Vaya estupidez!
   Lo que más me apesadumbra es dejar a mis nietos más chicos sin el contrapeso de mis consejos de última hora, esos que logré concebir al abrigo de mis achaques de viejo perturbado por sus recuerdos. Yo mismo llegué a decirme que quien hablaba por mi boca no era yo, sino Dios, que me estaba dando la oportunidad de conocer la sensatez y el sentido común. Es cierto que por los resultados de mis hechos no me faltó ni una cosa ni la otra, pero las encaucé hacia fines meramente mercantiles, como todo en mi vida, guiada por ancestrales principios prácticos y de apego a los bienes terrenales. Bajo ellos van a crecer mis nietos, lo sé, y nada puedo hacer por evitarlo. No porque esté impedido, apenas con un hilito de voz, con mis escasos movimientos que sólo me recuerdan para qué sirven los músculos, sino porque no debo hacerlo, so pena de renegar de mis antepasados. Pero mucho me gustaría hacerlo, para quitarles de encima esa carga histórica que acaba deshumanizando a quien la lleva, como a mis padres, a mis abuelos y a todos mis antepasados. Quizás con un poco más de tiempo en este mundo, con mis sentidos en pleno uso, podría hablarles a mis nietos de lo que significa ese pesado lastre cultural, y que ellos a final de cuentas tomaran el camino que les pareciera mejor. Lo haría, aun cuando mis hijos y nueras renegaran de mí, me juzgaran loco y quisieran recluirme en un manicomio.

   Porque, ahora me doy cuenta, lo único valioso que uno deja al partir, son los ejemplos de solidaridad hacia nuestros semejantes. Se podría decir que fui siempre muy solidario con mis trabajadores, con mis amigos, con todo aquel que me pedía una ayuda. Pero lo hacía no de manera desinteresada, sino con el propósito de que se hablara bien de mí, se me tuviera como un gran filántropo y, desde luego, con el fin de que el fisco me tuviera más consideraciones de las debidas a un simple empresario. ¡Y vaya que conseguí todo eso! De ello se beneficiarán mis hijos y mis nietos, me queda esa satisfacción, pero también el rescoldo de que obré con suma hipocresía. Esas muestras de amistad que doy y que recibo no son más que puro convencionalismo ridículo. Enviar y recibir regalos, con puntualidad exagerada, no es más que una práctica tan inútil como la de prodigarnos abrazos cada vez que nos reunimos los “amigos” en alguna reunión social. Por eso digo que me hubiera gustado morir de un paro cardiaco, sin esperarlo, para no vivir esta agonía que sacó a flote mis más antiguos remordimientos, que estaban muy bien escondidos, sin darme lata. En cambio, cada día que pasa, acostado en esta cama miserable, en la soledad de esta inmensa alcoba donde alguna vez fui feliz al lado de mi esposa muerta, surgen más y más escenas que me patentizan la verdadera esencia de mi ser.
No es otra que la de muchos de quienes se dicen mis amigos. Todos somos tal para cual, por eso prohibí que vinieran a importunarme. Yo no tengo amigos, sino puros intereses. Esa en la verdad, lo confieso sin tapujos. Toda mi vida habré tenido unos dos o tres amigos verdaderos, quienes murieron en la guerra, sin tener tiempo de conocer su personalidad más íntima. Tal vez por eso siempre los extrañé, al recordarlos de una manera ideal, no como hubieran podido ser, quizás iguales o peor que yo. Como quiera que sea, me hubiera gustado tenerlos a mi lado al comenzar la etapa más fructífera de mi vida, cuando llegué a este país maravilloso que me abrió sus puertas como a un hijo pródigo. ¿A poco no es una maravilla, propia de una historia fantástica, llegar a una nación desconocida, sin nada más que la ropa que se trae puesta, y unos cuantos años después verse convertido en millonario? Es cierto que tales resultados no son gratuitos, sino consecuencia de muchos desvelos, de días inacabables sin descanso, de enormes sacrificios que los nativos de aquí no están acostumbrados a realizar. Aun así, no deja de ser asombrosa la suerte que algunos de nosotros tuvimos, en el transcurso de la guerra, para recomponer nuestras vidas y olvidar los horrores del nazismo.
   Por eso le estoy profundamente agradecido al presidente Cárdenas, el único estadista que ha tenido este país después de la Revolución mexicana, a quien dimos la espalda miserablemente, una vez que vimos la conveniencia de seguir las reglas de la clase política liderada por el presidente Alemán. Nos fue muy bien a partir de entonces, tanto que me parecía un sueño lo que estaba viviendo. Fue una bonanza inagotable, de la que nos beneficiamos hasta la fecha, sin retribuir al Estado lo que en justicia merecía, lo confieso. Me gustaría que mis hijos comprendieran la necesidad de ser mejores ciudadanos, más solidarios con la sociedad de la que forman parte, pero dudo que lo hagan. Lo sé porque yo mismo los amoldé al modo de ser que tienen, egoístas y convenencieros como siempre fui yo mismo. Así que no debo quejarme a este respecto, ni mucho menos pedirles algo que yo nunca estuve dispuesto a llevar a cabo. No tengo autoridad moral.
   Me fue muy bien en cada negocio que emprendí, al extremo de ser considerado un empresario modelo, un hombre exitoso que supo ganarse la admiración de propios y extraños, pero también la envidia de mis congéneres. Esto me convirtió en celebridad, pero al mismo tiempo en un individuo siempre a la defensiva, dispuesto a dar el primer zarpazo. Me ayudó mucho encontrarme con hermanos de raza que ya habían abierto brecha. Se los agradezco y aquí dejo constancia de ello. Toda la vida he confiado en su solidaridad y buen juicio, y espero que lo mismo suceda con mis hijos. Sin embargo, las envidias no escapan aun entre nosotros. No estamos exentos de bajas pasiones, por eso nos hemos distanciado. Pero el día vendrá en que todos ajustemos cuentas con Dios, como yo lo estoy haciendo ahora. Me queda la satisfacción de que siempre fui agradecido, a nadie le di la espalda y siempre que estuvo en mis manos ayude al gobierno en momentos de crisis. Que pude haber hecho más, es cierto. Pero todos nosotros actuamos de acuerdo con nuestro leal saber y entender, con nuestras convicciones y anhelos.
   Por eso me solidaricé con De la Madrid, a pesar de su desastrosa administración, pues sabía que se presentaba un momento crucial para mis negocios. No me aproveché, como otros miserables, de la situación, propicia para especular a diestra y siniestra. Al contrario, decidí esperar aun cuando mis propios hijos me reprocharan lo que llamaron falta de visión, cuando lo que en realidad era un mínimo de sentido de responsabilidad social. Mi fortuna, lo digo con orgullo, no viene de la especulación que se dio a partir de ese sexenio, sino de la productividad de mis empresas y negocios. No soy del grupo de los nuevos ricos, surgidos al amparo de la turbiedad financiera que se dio a partir de que Salinas se hizo cargo de la Presidencia, sino de los que crearon su riqueza con trabajo, como así debió seguir siendo. De ahí que al último Presidente que realmente respeté haya sido Gustavo Díaz Ordaz, a pesar de sus muchos errores. Lo hice porque lo consideré un hombre de convicciones, de una sola palabra, lo que les faltó a quienes le siguieron en la Presidencia. El colmo fue Salinas, quien manipuló a su gusto a De la Madrid y luego quiso seguirlo haciendo, pero me cayó bien por su desparpajo. Zedillo le salió respondón y eso me gustó, por eso lo apoyé cuando se presentó el llamado “error de diciembre”, herencia de Salinas. Con todo, dejé de hacerlo al momento de aprobar el monumental fraude conocido como el Fobaproa, del que se beneficiaron los mismos beneficiados por el “crack” de De la Madrid y las privatizaciones de Salinas.
   ¡Qué diferencia con los presidentes de antaño, comprometidos más con el país que con sus propios intereses! Más creció mi admiración por el presidente Cárdenas, que siempre mantuve oculta. De eso me arrepiento ahora, de no haber externado esa admiración que siempre le tuve, aun cuando se me hubiera acusado de “comunista” o de alguna cosa peor. Gracias a él no sólo los emigrados como nosotros pudimos rehacer nuestras vidas, sino la nación entera pudo abrir espacios para que todos sus hijos tuvieran más oportunidades. De ello me doy cuenta con absoluta claridad ahora, en la etapa más sombría para este desdichado país. ¡Qué paradoja tan cruel estamos viviendo, cuando nuestros principales aliados en el mando de las instituciones, no son más que pillos iguales o peores que los que suplantaron! Esto me desespera y no me deja morir en paz, saber que aquellos a quienes les brindamos todo el apoyo que les hacía falta para hacerse del poder, están llevando a la ruina no sólo a las instituciones, sino a la nación entera, por una voracidad inacabable y una incapacidad que nunca nos imaginamos tendrían al ejercer el mando del Estado.
   Así como van las cosas, se me hace muy difícil que mis hijos puedan disfrutar de una vida sin tantos sobresaltos como los que yo tuve a su edad. Mi salud se agravó porque uno de ellos, el más chico, fue secuestrado y nos costó muchos días de angustia volverlo a tener a nuestro lado. El dinero es lo de menos, lo verdaderamente grave es saber que todos ellos están expuestos a sufrir lo mismo, a pesar de traer guaruras que los cuidan día y noche, un verdadero ejército que finalmente no sirve para nada.      
   Por eso no quisiera morirme, para hacer hasta lo imposible por revertir una realidad que nos está aniquilando como sociedad organizada. El futuro se ve cada día más incierto, y lo más dramático de la situación es que la única salida para el grupo en el poder no es otra que la que vio el pueblo alemán en los años treinta del siglo pasado. Ya vimos que el remedio fue peor que la enfermedad, pero aun así la camarilla gobernante, con Calderón como cabeza visible, quiere imponerlo, sin importar las consecuencias. ¡Cómo quisiera poder caminar, y hablar como antes, para decirle sus verdades al Presidente! Por desgracia estoy impedido de hacerlo, sólo me queda llorar en silencio, con la certeza de que corremos a la muerte, yo por razones naturales, el país por la voracidad y las ambiciones desmedidas de una elite de la que yo sigo formando parte.
   Confieso, por último, que me avergüenzo de ello, pues esa elite no es más que una horda de pillos, cada uno compitiendo por ser más truhán que el otro, como aves de rapiña que luchan bestialmente por llevarse a la boca el mejor bocado. Lo que más me acongoja es que mis hijos van por ese camino, hasta entre ellos mismos se la pasan peleando por mendrugos de poder. Sea por Dios… y por mis propias enseñanzas… Aquí le pongo fin a esta grabación, que espero guarden mis hijos, una vez que la escuchen, en el fondo de mi caja fuerte. Aunque los dejo en libertad para que la destruyan si no quieren recordarme ni siquiera a través de mi voz.
         
      
    



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