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Los motivos del insomnio
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Edición 211

ESCENARIOS DE LA DESCOMPOSICIÓN

LOS ESTRAGOS DE tantas noches sin dormir comenzaban a notarse, no sólo en las grandes ojeras que lo hacían ver más viejo de lo que era realmente, sino en su sistema nervioso de por sí debilitado por el peso de una doble moral irreconciliable. Nunca antes había sentido la angustia que ahora lo tenía al borde de una crisis cuya principal manifestación era un insomnio persistente para el que no había cura.

   Todos los remedios empleados habían sido inútiles, desde beber media botella de vino tinto antes de acostarse hasta tomar calmantes ligeros en dosis cada vez mayores. No quería recurrir a medicamentos antidepresivos, por temor a volverse un adicto, un individuo dependiente falto de voluntad.
   Estaba dispuesto a esperar que el cansancio natural obrara en su organismo, como tantas otras veces había sucedido. Sin embargo, esta vez las cosas eran diferentes, lo sabía. Nunca antes había sentido tanta angustia, tanta inquietud en el interior de su cabeza atormentada por el peso de las responsabilidades. Ni siquiera cuando, muchos años atrás, se dio cuenta que una cosa era la realidad y otra muy diferente la idea que se tiene de una vocación implantada desde afuera. No es que renegara de su vida, sino que las cosas no habían sucedido como las había supuesto. Muy pronto se había topado con los hechos tal como son, es decir sin los subterfugios de un idealismo nacido de los sueños y del entorno familiar.
   Su arritmia se había acentuado al paso de las noches sin pegar los ojos, lo mismo su de por sí natural irascibilidad. La podía controlar casi siempre, pero después de apretar los puños hasta hacerse daño y respirar profundamente hasta sentir que los pulmones se estiraban a su máxima capacidad. Ahora este sencillo procedimiento no le daba resultados y le preocupaba por las consecuencias que podría traerle. Le había costado muchos esfuerzos dar la apariencia de hombre tranquilo, paciente, incapaz de alzar la voz más de lo necesario. Se desquitaba al llegar a su casa, donde no tenía que guardar las apariencias. A partir del momento en que el pesado portón era abierto electrónicamente por el chofer, empezaba a distenderse. En cuanto la anciana sirvienta abría la puerta de entrada a la mansión se despojaba de su saco, que arrojaba a la cara de la mujer, acostumbrada a esos desplantes, y comenzaba a dar órdenes a diestra y siniestra, a medida que entraba a la mansión y acudían a su encuentro las mucamas y sirvientes, en espera de sus instrucciones. Ahora hasta el silbido de los pájaros en las copas de los frondosos álamos lo ponía de malhumor.
   Apenas al entrar se desquitaba de la rabia contenida durante las horas fuera de la casa, una rabia que nacía de la impaciencia porque las cosas no siempre salían como las había deseado. Sabía que al paso de los años se había hecho más remilgoso, más perfeccionista en todo, actitud que lo enojaba en tanto que no se le podía dar gusto. Pero nada podía hacer para evitarlo. Más enojo sentía al darse cuenta que una oportunidad como la que se presentaba no se estaba aprovechando como era debido. ¡Estaban cogobernando al país y no se avanzaba de conformidad con tal situación! Saberlo era lo que más lo sacaba de sus casillas, actitud que a duras penas podía neutralizar, haciendo esfuerzos sobrehumanos que lo estaban dañando. De ahí su insomnio persistente.
   Lo desesperaba saber que nada podía hacer para modificar las cosas, darles un vuelco más acorde con sus intereses. Estaban maniatados como institución, no precisamente como individuos, pues como tales mucho podían hacer para acelerar un cambio que garantizara la irreversibilidad de las conquistas logradas. ¡Ningún país en América Latina podía ufanarse de ser tan creyente! Él hacía todo lo que estaba a su alcance para acrecentar esas conquistas, aun cuando no siempre se obtuvieran los resultados apetecidos. Era desesperante saber lo mucho que faltaba por hacer para alcanzar las metas fijadas en las conversaciones con el Presidente. Con todo, la culpa no era suya ni tampoco de sus correligionarios, sino del propio jefe del Ejecutivo. “No esta a la altura de las circunstancias”, pensaba con rabia al verlo actuar sin la consistencia y ecuanimidad que debía mostrar.
   En varias ocasiones lo había comentado con varios de sus allegados, exigiéndoles la más absoluta discreción. Todos estaban de acuerdo pero nada podían hacer, salvo invitarlo a compartir el pan y la sal para, en la mayor confidencialidad, darle a conocer sus aprensiones y sentimientos encontrados hacia él. Sin embargo, por una u otra razón no se había podido llevar a cabo esa reunión, mientras el tiempo pasaba con rapidez, sin poder adelantar nada en los planes acordados con el fin de sentar las bases de una nueva relación de trabajo con el Ejecutivo. Por eso el insomnio incontrolable, cada vez con más desgaste físico y mental.
   No se hacía a la idea de esperar a que las cosas cambiaran por sí solas, por la inercia de los acontecimientos, cuando era un hecho que no podía suceder así para bien de las proyecciones planteadas al iniciar el sexenio, luego de seis años de persistentes avances. La realidad estaba demostrando que el gobierno parecía caminar hacia atrás, toda vez que los problemas aumentaban cada día. Esto era inocultable, a pesar de la estrategia de comunicación, orientada a ocultar los hechos que estaban carcomiendo el tejido social de la República. La descomposición estaba allí, a todas horas en todas partes, imposible de soslayar por quienes la estaban viviendo en carne propia. La pobreza en aumento, afectando a las clases medias, cuya desmoralización las estaba inmovilizando aún más de lo que ya estaban como consecuencia de la reducción de sus estándares de vida y por los efectos nocivos de la televisión, la principal aliada de los afanes conductuales del gobierno.
   Con todo, era también impensable actuar sin la diplomacia debida, demandar al Presidente una actuación más firme, un apoyo incondicional como el que ellos, como institución, le estaban brindando. Desgraciadamente no podía ser así, por tantos años de laicismo inverecundo, triunfante luego de tres años de intensa lucha en la que habían salido derrotados los defensores de la fe católica. Esa histórica derrota en el año 1929 les seguía pesando en sus espaldas y nada podía hacerse para convertirla en un triunfo, a pesar de estar al mando del Ejecutivo un gobernante salido de sus filas. Esto era desmoralizador, de ahí el insomnio que lo estaba volviendo más irascible, más impaciente, más tembloroso de sus manos afectadas por un Parkinson incipiente.
   El colmo era que no se estuviera aprovechando el poder acumulado en seis años de gobierno de uno de los suyos. ¡Nunca antes se había tenido la oportunidad de avanzar hacia la consolidación de objetivos largamente buscados! Tan solo pensar en ello lo hacía apretar las mandíbulas hasta sentir dolor; si estaba sentado se incorporaba para caminar como fiera enjaulada; si estaba de pie y solo, se ponía a dar puntapiés a lo que se hallaba a su alcance, hasta que oía pasos y alguien tocaba a su puerta, alarmado por el ruido. Entonces se tranquilizaba, a duras penas, y se ponía a reflexionar sobre los medios disponibles para hacer que el Ejecutivo actuara de conformidad con los intereses que debían defenderse de manera prioritaria.
   Más coraje le daba pensar en el despropósito de haber desaprovechado la capacidad de la esposa del ex Presidente, una mujer comparable a las que apuntalaron la lucha Cristera, por un prurito legal que no correspondía al propósito sustancial de afianzar un poder conseguido con tremendos esfuerzos. Con ella las cosas habrían sido diferentes, pensaba con rabia después de rezar antes de acostarse. Seguir pensando en ella, en las muchas ocasiones en que habían coincidido en diversas reuniones, coincidentes también los puntos de vista sobre la situación del país, lo mortificaba tanto que se veía obligado a levantarse de la cama para servirse una copa de vino, en espera de que llegara el sueño. Lo que llegaba era un sentimiento de impotencia que acrecentaba su malhumor y también su insomnio.
   Pensar en tantas cosas pendientes que podían haber sido resueltas de manera satisfactoria si ella siguiera en el poder, estimulaba su impaciencia y el anhelo nada oculto de buscar la forma de cambiar el curso de la historia. Se calmaba un poco a medida que se hacía a la idea de buscar al Presidente para exigirle más firmeza en sus acciones. Iniciar una “guerra cristera” si no había otro recurso a la mano. Comenzaba a distenderse con ese pensamiento en la cabeza y dormitaba hasta que una de las mucamas tocaba a la puerta para despertarlo.
   Al incorporarse del lecho, con el cuerpo adolorido y la cabeza obnubilada, recordaba sus pensamientos y se vestía con la idea fija de buscar al Presidente. Pronto desistía de su empeño, al darse cuenta que sus intentos de hacerlo cambiar habían sido infructuosos en otras ocasiones. Entonces, más añoraba a la esposa del ex mandatario y más impotente se sentía, sin esperanzas de cambio alguno en el corto plazo. Se percataba que las cosas marchaban mal, muy mal, precisamente por la falta de energía del Presidente, que sólo manifestaba en sus discursos.
   En el desayuno, que tomaba en silencio, perdido en sus pensamientos, recordaba con gusto las muchas ocasiones en que gracias a la mujer combativa y eficaz que siempre había sido, se habían logrado avances en la relación con el gobierno que estaban a punto de frenarse. Salía de la casona presa de sentimientos encontrados, con la cara ceniza que delataba su mala salud, con la convicción de que había llegado la hora de sacudir al Presidente, impulsarlo a la acción antes de que fuera demasiado tarde. Sin embargo, a bordo del lujoso automóvil, con el chofer al volante, se encogía de hombros y entre dientes mandaba todo al diablo, a sabiendas de que sería imposible hacer que la poderosa dama regresara al primer plano de la vida pública, y que el jefe del Ejecutivo actuara con mano de hierro como lo demandaban las circunstancias. Se consolaba finalmente al pensar que a pesar de todos los pesares mucho habían ganado él y sus correligionarios con el cambio de partido en el poder.
   Se arrellanaba en el asiento y por fin podía dormitar tranquilamente, hasta el momento en que el chofer lo despertaba con leves toses y tímidas palabras. Se apeaba del vehículo con parsimonia, con la ayuda de un hombretón de mirada siniestra y fuertes manos. Avanzaba con pasos lentos hacia el interior de un edificio moderno de costosa estructura, seguido por dos ayudantes dispuestos a dar su vida por él de ser necesario. Una vez en su despacho, sobriamente amueblado para dar una apariencia de sencillez, aun cuando por el olor podía saberse que el mobiliario era del más fino cedro, se aflojaba el alza cuello para beber con holgura el té que le servía su secretaria con puntual diligencia. Mientras bebía el oscuro líquido disponía su ánimo a comenzar una nueva jornada de trabajo, pensando ya en terminarla al tener la certeza de que su cabeza y sus afanes estaban en otra parte.
   Como siempre lo hacía, tomó la síntesis de prensa y al hojearla se topó con la imagen del ex presidente Carlos Salinas de Gortari. Al mirarla, sus ojos fueron adquiriendo el brillo que les faltaba. “Aquí está la solución a nuestras angustias”, pensó entusiasmado. Bebió de un trago el resto de té en la taza y acto seguido oprimió el botón en su escritorio para llamar a la secretaria. Ésta llegó presurosa segundos después, alarmada por lo inusitado del hecho, pues habitualmente era requerida hasta después de haber leído la síntesis y revisado la carpeta de asuntos del día. Sin darle tiempo a tomar asiento frente a él, le dijo, con palabras que denotaban su ansiedad, que lo comunicara inmediatamente con el poderoso político. La mujer, de mediana edad y buen cuerpo que se adivinaba en su adusto vestido negro, salió a cumplir la orden. Mientras sonaba el teléfono, meditó en silencio las palabras que le diría al ex mandatario, con las manos tan húmedas que se vio forzado a tomar un kleenex para limpiárselas.
   Segundos después, que le parecieron muy largos, escuchó la conocida voz de su interlocutor en el aparato, quien a sabiendas de la importancia de la llamada se adelantó para decirle que lo invitaba a conversar en su casa, el día que le pareciera más conveniente.
   Le respondió que inmediatamente, si estaba de acuerdo. Como la respuesta fue afirmativa, se incorporó de su mullido sillón y salió presuroso de su oficina. Media hora después estaba frente al ex presidente, sintiendo que la vida aún le deparaba sorpresas positivas que debía recibir con buen ánimo.



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