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Edición 217 | ||||
Escrito por Mouris Salloum George | ||||
Miércoles, 26 de Agosto de 2009 20:33 | ||||
![]() ¿Vuelven los crímenes de Estado? Casi dos décadas han pasado desde la muerte del ex candidato presidencial del Partido Acción Nacional (PAN), Manuel de Jesús Clouthier del Rincón, y más de quince años de los asesinatos del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo; del candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Luis Donaldo Colosio Murrieta, y del secretario general de este partido y coordinador electo de la bancada priista en
Es posible -en México todo es posible-, que las imputaciones directas a Salinas de Gortari en esos crímenes, hayan sido producto de las pasiones político-partidistas, pero hasta prominentes miembros del PRI -sobre todo después del asesinato de Colosio- concedieron en que el ex presidente, si bien no jaló el gatillo, fue al menos responsable, con sus prejuicios y odios contra determinada oposición y con sus discriminatorias políticas económicas que se encarnizaron contra los menos favorecidos, de enervar el clima político que auspició el envenenamiento de la atmósfera pública y la consumación de tan bestiales acciones. En el sexenio siguiente, el presidente suplente de Luis Donaldo, Ernesto Zedillo Ponce de León dio continuidad, profundizándola, a la política neoliberal, con marcado acento excluyente de la población indígena de México, parapetándose en la persecución del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), que irrumpió la escena política al iniciarse 1994. Con Zedillo Ponce de León -según registro abundantemente documentado-, una de las notas sobresalientes fueron los ataques contra la libertad de expresión, tendencia que se prolongó durante el gobierno del panista Vicente Fox Quesada, si bien éste no fue implicado en la represión sanguinaria de ciertos opositores, contra los que se ensañó por otras vías, no siempre legales, según consta en el expediente de la sucesión presidencial de 2006. Ahora -en la lúgubre primera mitad del sexenio del panista Felipe Calderón Hinojosa, con un continuo baño de sangre que se festina como éxito en el combate contra el crimen organizado-, vuelven a dispararse los crímenes políticos, cuya explicación oficial pretende asociarlos con el narco, aunque, como en muchos otros casos, las pruebas contundentes brillen por su ausencia. En las dos recientes semanas -dicho sea sólo para ilustrar la situación general-, han sucumbido frente a balas asesinas el presidente del Congreso del Estado Guerrero, el perredista Armando Chavarría Barrera, potencial candidato a la sucesión del gobernador Zeferino Torreblanca, también perredista, y Teófilo Borunda Flores, de quien, si no se conoce filiación política activa, su asesinato consternó a la sociedad de Chihuahua por tratarse del hijo del extinto ex gobernador del mismo nombre, figura relevante del priismo nacional de la segunda parte del siglo pasado, y suegro del gobernador de Veracruz, Fidel Herrera Beltrán. Como en el caso de Salinas de Gortari, en esos fúnebres episodios a Calderón Hinojosa no se le puede adjudicar la acción directa, pero sí se le denuncia por haber inaugurado desde diciembre de 2006 un periodo de terrorismo de Estado y de descomposición de las instituciones de seguridad pública, y de procuración y administración de la justicia, que han generado ya más 13 mil víctimas mortales y mantienen a la sociedad mexicana entre la estupefacción y el miedo. Es un clima, pues, de ley de la selva en el que todo puede suceder, sin que, en cada nuevo hecho, se pierda la capacidad de asombro e indignación de la comunidad nacional. Son cada vez más y más resonantes las voces que en el interior de México y en el extranjero expresan su alarma por la ruptura del tejido social y el dislocamiento del aparato institucional, pero el gobierno de Se resisten los hombres del stablishment a la hipótesis -que ya ha sentado sus reales en nuestro país-, sobre el “Estado fallido”, pero es obvio que, más allá de la mera percepción, los mexicanos dudan cada vez con más desencanto, irritación e impotencia, de la autoridad moral y política de los autócratas detentadores de los tres poderes de More articles by this author
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