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Edición 307

 

Día uno después 

de las elecciones

 

DE NUESTROS ABUELOS es la sabia observación: “No por mucho madrugar, amanece más tempranoâ€. El contrapunto, invocando el mito grecolatino de Saturno-Cronos, permite a los clásicos advertir que “el tiempo no perdonaâ€. 



Enrique Peña Nieto, conciliador


CON UNA HERENCIA CALDERONIANA de barbarie, subyace en México el peligro de ingobernabilidad, cuyos ominosos signos se expresan, en el llano, en el creciente malestar social y, para los grupos dominantes, en una palpable atonía económica, rayana en la recesión, que algunos especialistas en la materia ven ya como regresión. 

Con independencia de la semántica, lo cierto es que ha transcurrido el diez por ciento del tiempo sexenal que le corresponde a Enrique Peña Nieto. 

El joven mandatario, desde el arranque de su mandato puso una pica en Flandes, cuando  cristalizó una vía de consenso político al lograr la suscripción del Pacto por México que, sin embargo, adolece de dos limitantes: 

a) la restringida participación social e institucional, acaparada por la partidocracia, que sólo representa relativamente a los segmentos ciudadanos votantes, y

b) la recurrente amenaza de los dos partidos opositores participantes en el acuerdo -PAN y PRD- de retirarse del mecanismo de negociación después de conocer los resultados de las elecciones en 14 estados de la República. 

El punto está en el segundo apartado. Aunque no les faltan razones a las delegaciones opositoras ante el Pacto cuando denuncian la intromisión de agentes de la administración pública en el proceso electoral, resulta más que evidente que han esgrimido ese argumento para ejercer una especie de chantaje en busca de refrendar algunas ya viejas concertacesiones, como la gobernación de Baja California, desde hace 24 años en manos del PAN. 

En ese sentido, a las intransigentes oposiciones partidarias no les ha parecido suficiente el compromiso previo al 7 de julio, refrendado por el propio Presidente, al emplazar al personal de su gobierno: ¡Fuera manos de las elecciones! 

El que se inició el 8 de julio es un periodo de prueba -de fuego, han dicho los perredistas- para la civilidad democrática. 

No sólo: Al margen de las condiciones presupuestales que el gobierno entrante resiente en cada transición administrativa -habida cuenta que los presupuestos anuales en esas circunstancias las determina con alto grado de arbitrariedad el gobierno saliente-, el régimen electoral, aun cuando se trate de comicios estatales, impone amarras a las políticas públicas, particularmente al destino del erario público hacia los programas sociales. 

La válvula de escape a la contracción económica radica en la liberación de lo que se ha dado en llamar reformas estructurales. 

Esa es una apuesta objetivamente incierta, porque las reformas que el sector empresarial -especialmente el extranjero- considera prioritarias, son las de carácter económico (reforma hacendaria, ya sobre rieles la bancario-financiera), y particularmente las que involucran el sector energético, con especial énfasis el petróleo que, en la contraparte, incita resistencias. 

El tema petrolero es de suyo complejo, porque implica la ecuación costo-beneficio. El Estado debe de ponderar los eventuales beneficios de la privatización, contra los costos fiscales que tendrá que pagar el gobierno, que dispone de finanzas altamente petrolizadas con la monstruosa carga impositiva a Pemex. 

A ese efecto, el peñismo, que es objeto de  acusada presión hasta de algunos legisladores de su propio partido, está obligado a actuar en defensa propia; legítima, le llama la técnica jurídica. Para hacerlo, tiene que imaginar un nuevo diseño del Pacto, o sustituir éste si fuera necesario, para ampliar el diálogo y la negociación con aquellos sectores excluidos en la construcción original, indispensables para un consenso más universal. 

Obviamente, no es esa solución un grano de anís. Pero como diría el viejo: Si fuera fácil, cualquiera lo haría. El asunto es cuestión para el estadista sagaz.



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