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Edición 226

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Crónica muy en retrospectiva 

LOS AYERES MÁS ENVEJECIDOS suelen llegar de improviso, desbordantes, escurriéndose repentinos de una vasija memorial, desenvuelven el fondo que antaño se vedara, y lo que fuese visto en nimiedad... reaparece fulgurante en la completita astronomía de su esencia.

En la sacristía del sudor 

Pino1Ayer inhalé ayeres en evocativa repetición. De nuevo aspiré aquel parroquiano transpirar de parroquia en otra reiterada: cangrejeé casi medio siglo reinstalándome en los baños Jordán, en el inicio preciso de Balderas, reoigo el traqueteo 30-30 contra la demencial fijeza de la pera loca; el ruido de la cuerda como zancadas de lejanísimo turbión con que varios seres empapados con la intimidad de su fatiga, brincan y brincotean una exactitud de vendavales; huelo nuevamente el sudor de quienes enguantados entrenan la rutina del sacrificio en el atrio de un destartalado cuadrilátero. Olor de mártires cotidianos. Olor de sacristanes en los preparativos del misal más heterodoxo cuya sangre sin consagrar será la de ellos, cuya carne abierta hasta escandalizar Niágaras, será la de ellos, cuya caída sin cruz ni Verónica, será la de ellos.

Pasión e intriga provoca ese menester de mártires sin más aureola que un sembradío de chipotes y hematomas, ese matutino corretearse a sí mismos en cuanto el gallo encuera de Pedro aquella tripartita rendición, ese diario trajinar en un ring donde todo es teatral excepto el ritual de la tranquiza, ese hacer sombra sin pizca de lobreguez en las paredes, ese comer poquito y escupir mucho para que el peso no crezca en pesadumbre, ese real desafío frente al ulular de una muchedumbre y bajo una lamparísima de luz enfurecida que alumbra y deslumbra el duelo de dos santidades descendidas en pleno descalabro, ese salir victorioso, exultante, con las manos más alzadas que un maizal, en tanto el ex rival se retuerce desfigurado sin que ninguno atisbe en su mueca la ilocalizable tragedia del perdido, ese salir vencido, solo, renco, trastabillando con la más absoluta soledad, exiliado de cualquier mirada, desterrado en las enceguecidas dunas del ninguneo...

Los 60´s en su fase intermedia, fecha en que muchos compraban una tarjeta mensual en los Jordán -más que para ducharse o aprovechar los parnasianos eructos del vapor- a fin de atestiguar los ensayos de José Medel, el genial “Huitlacoche”, uno de los estetas más finos de fistiana, o a su antípoda: Rogelio Huitrón, “El Fortachón”, un michoacano que personificaba el desbordamiento de un río que arrasa todo... pero que rapidito acabaría en sus propios añicos, al quebrantarle el cristal que se sintió marejada. O el jovencísimo “Púas” Olivares con su melena antes de rizar y una guardia a la antigüita que hacía de fintas ganzúas para abrir cerrojos de humanidad, o a un combatiente desguarnecido, con una pierna más rígida que columnata de mármol: el “Macetón” Cabrera, miembro del temible cuerpo de granaderos que peleaba arrastrando sus huellas, como si por meta tuviera la privacidad de su holocausto...

Re-aprehensión de silueta y apellido 

Empero, lo que de antaño me llegó con una visión más pulida, pese a los ojos ya tan despilfarrados en impertinentes vistazos de ocasión, no fueron aquellos boxeadores sino un ser que de manera invariable sangraba abundante en la práctica casi siempre santiguada de ofrendarse a la penitencia del mandarriazo. De improviso recordé, o mejor dicho vi, con la reflejada y redundante nitidez de una reflexión... una silueta de aparente cintura pródiga, tronco superior aparentemente atinacado, muslos aparentando temblorosa flacidez de remolino en cada desplazamiento, torpeza andante que parecía vagabundear sobre terregales de crucigrama. Aparencial era la imagen que proyectaba puesto que (sabría yo después) se trataba de un deportista ejercitado meticulosa y cotidianamente, su figura antiestética y casi regordeta debíase a la simulación de su antropometría: cuerpo donde la grasa resultaba una patraña de la genética, un espejismo que sin oasis lo perjudicaba al darle un tonelaje peligroso, el welter, en una corporeidad achaparrada para tal división donde el moquete deja de ser coloquial trompada para mutarse en sentencia de arcabuz.   

Evoco sólo un apellido: Urdavilleta, once letras en su bata de gladiador cosidas en semicírculo, una especie de tejido en hemiciclo que se apoderaba por entero de su espalda. Asimismo, su rostro se me avecinó instantáneo: ripiosa cara clara con tenues provincias lechosas alrededor de los pómulos que daban la idea de un antifaz de centellas mal colocado. El semblante poseía ya los primeros indicios del molde de catedráticos del catorrazo: nariz que comienza su hundimiento, tabique que terminará por acomodarse en los paredones de la nuca; labios con cuarteaduras en el símil de un invierno pronunciado, orejas que en el génesis del verbo coliflorear captan del huerto el cataclismo.

Unas tres veces a la semana asistí a los Jordán, presenciaba cómo se acondicionan los apóstoles del guamazo. Nunca fallaba Urdavilleta en las sesiones de su exclusivísimo flagelo. Pugilistas noveles y experimentados se disputaban orales el derecho de intercambiar guantes con él. Anhelaban ensañarse con la personificación de un costal, ejercitar el gancho al hígado hacia unas entrañas de verdad, poner en práctica el cruzado de derecha contra una mandíbula de verdad, ondularse en un ataque a dos manos destinado a una osamenta de verdad, a unos nervios de verdad... Todo el arsenal de la tortura destinado a un ser verdadero.

Lectura literalmente evaporada 

Urdavilleta era un expediente de hemorragias, sangraba burocráticamente igual que un legajo que sin variación se empolva. Mientras en el ensogado su martirologio coloreaba la fluidez del rito, abajo más de uno comentaba en zuuumbar de avispero: “Qué maleta, qué bulto, que baúl”. “Qué gandallez adueñarse de su masoquismo”. “Qué hambre por vapulearlo”... Era evidente que el boxeo era su vocación, profesión de la que no tenía ni una dote, sin ponch, ni resistencia, tampoco habilidad o maña, inocencia pura lista a beatificar. Hay otras vocaciones sin dotación que no desfiguran, la poesía, por ejemplo, qué de “poetas” hay que en el aire las componen, y si poseen algún vínculo con alguna mafia chirris o grandota, hasta les hallan la “desenterrada magia de la sencillez”. Me preguntaba en mi atragantado soliloquio ¿por qué su vocación no fue la danza, aunque se moviera como reumático rinoceronte?, ¿o el dibujo así brotaran del pincel sólo garabatos?, ¿o el canto sin importar que contra tímpanos solamente balara linchamientos? La respuesta permanecía invicta e inundada en el torrencial de mi salivario.

Resolví, una incipiente tardecita luego de atestiguar a los evangelistas de la tunda, quitarme de encima pesarosos rastros del insomnio, desprender de lengua y paladar un tendajón de ferretería, recuperarme con el cielo bajuno de un vaporazo. Allí estaba también Urdavilleta, lo rememoro en la pose más extraña: sentado en una banquita de loza, envuelto en una toalla blanquísima y descomunal, tamaño mortaja, ¡con un libro aferrado en por sus pulgares y la barbilla semisepulta en las intermediaciones del texto, como si él fuera parte del papel, de las palabras, de la historia!                            

 

Me situé en sus cercanías, leí con dificultad a través del evaporante nubarrón, un crédito en la portada: Fernando Alegría, novelista chileno en cuya narrativa está el pugilato. Decidí entablar una charla, dije que era una buena redacción que yo ya había leído y él -desde su nariz perpetuamente lastimada que le daba una tesitura de eufónica ronquera- me platicó que releía, que iba nuevamente en pos de “La trascendencia efímera que se atrapa”. Y a continuación conversó acerca de temas boxísticos en cuentos de Hemingway y Cortázar y una dramaturgia de Clifford Odets: El muchacho de oro. Y volví a preguntarme ahogándome en el caudal de interrogaciones la razón, la sinrazón, de dedicarse, no al boxeo, sino al martirio. Creó que intuyó mi resolución a explicitarle tales dudas, porque de inmediato se atrincheró en una sonrisa extrañamente lumínica que no me animé a traspasar. Me hizo cavilar que sería un interrogatorio tan babeante, como indagarle a un alpinista qué lo impulsa a treparse hacia los caserones del vértigo sin más compañía que su panorámica saudade. O inquirir a una doncella del talón la causa de alquilar la sabrosísima condenación del zangoloteo.

La trascendencia se enmarca sin fotografía

Pino2Pocas ocasiones tuve para departir con Urdavilleta. Me invitó a su oficina a conocer al óleo una gigantesca pincelada del cineasta Buñuel, enguantado y en pose de peleador en aventura boxística que le aportó un campeonato regional. Su despacho estaba por la Escandón dentro de un amplísimo salón de belleza, propiedad de su mamá en que de peinadoras laboraban dos hermanas y una decena de personal más. Era una estética que se manifestaba próspera y a la que sólo acudía con cita la clientela. Urdavilleta era contador privado, suspendió a la mitad estudios de Administración de Empresas, manejaba contablemente el local familiar y otras empresas de índole variada. Explicó que Luis Buñuel, pese a la gráfica aquélla sin firma, nunca filmó una cinta con esa temática, algo similar -me ilustraba en referencia a otro Luis- a Spota, el presidente sempiterno de la Comisión de Box y Lucha del D.F., quien jamás incluyó en su novelística el pugilismo, práctica contra la que el escritor estaba en desacuerdo; más que por incongruencia, añadía Urdavilleta, el autor aceptó el cargo porque le abría zaguanes del poder: picaporte hacia el regente, delegados, secretarios de Estado... e incluso el morador de Los Pinos. Así consiguió -continuaba Urdavilleta en su disertación- diversos y cuantiosos financiamientos: la revista Espejo, una publicación de más de 500 páginas; el programa televisivo Hora 25... y todo lo realizaba bien puesto que era un autodidacto de gran cultura, argüía cansino mi anfitrión por tan detallado didactismo.

Comprendí que progenitora y carnalitas no le suplicaban retirarse del atrio de los cates... porque seguramente también fueron contenidas en la refulgencia de aquella sonrisa extraña. Era Urdavilleta más reservado que mesa en comedero popof. Su disposición a palabrear conmigo surgía en la coincidencia de la tertulia, de puñetazo y literatura, del, por ejemplo, tercer peso ligero del mundo, el chicano “Corky” González, quien tras sumarse a la candidatura de John F. Kennedy, se radicalizó tan prontito avistara que en el fondo de la médula... demócratas y republicanos eran igualitos más allá de su disfraz Y, desde su ronquera nasal, más ronco todavía de memoria y emoción, declamaba fragmentos del poema I’am Joaquín, versos del “Corky” que ya son himno de la chicanidad. “Trascendencia efímera que se atrapa”, casi para sí culminaba Urdavilleta en el tono bajito y sacudidor de los que algo descubren en la intimidad de la humareda.

Me pidió acompañarlo a Otumba, hermoso villorrio, donde una vez al año los burritos encarrerados compiten sin otro cargamento que alegría colectiva. Estaba incluido en un abultado programa de box profesional ¡pese al carnet amateur de Urdavilleta!. Viajamos nada más los dos en su Renault, una especie de oruga que en cuanto le aplicaba la segunda... ronroneaba las prisas de la crisálida por despertar. No habría “manager” en su esquina, apenitas un banquito apolillado y una cubetita herida por la herrumbre. Pagó dos “séconds” del Jordán para que lo asistieran, prefirió dar viáticos mucho más caros que pasaje de camión, antes que compartir el habla... o el silencio con quienes no había más concordato que “asearle” el sangradero con un trapo tan tosco, que más bien lijaba el umbral del resolladero.

A seis “rounds” era su contienda, cuando su categoría de aficionado sólo permitía tres. Estuve con Urdavilleta en un vestidor derruido, vi como a él (y a los demás) les ponían guantes derruidos, hasta el ulular de la muchedumbre llegaba derruido. Subió al enlonado con su bata de alborada y el apellido casi en redondel estampado a sus dorsales. ¡Qué mutación de Urdavilleta en cuanto se desgajó la primerita campanada! Era el peleador de fatídica costumbre: burdo, inofensivo, elemental... el cambio consistió, quizá, en lo que se denomina grandeza escénica, la personalidad magnetizadora bajo los horarios de la luz. Todo el público en ceremonial secularmente litúrgico lo miraba, lo admiraba, así haya perdido el primer episodio. En el siguiente, en no más de un minuto, Urdavilleta recibió un derechazo por el entrecejo, se notaba su inicio hacia una expedición a la inconsciencia, no caía, se estatuyó monumental en su tragedia. El réferi intervino, evitó el  derrumbe. Nocaut técnico fue la declaración contra Urdavilleta, quien al despedirse del respetable en el centro justito del entarimado, se hizo recipiendario de aplausos en desbandado palomar espiritual. Nunca (excepto en otra actuación de Urdavilleta) había escuchado y sentido una ovación de tales proporciones. No se trataba del reconocimiento al coraje de un vencido, o el  palmoteo entre lástima y caridad dirigido a un victimado. No. Era ese algo profundo, sacro en su laicidad, enorme en la pureza de lo abstracto... Alrededor de 15 segundos se plantó Urdavilleta a la mitad del cuadrilátero, reubicándose en la rosa de los vientos, con las manos vendadas como jícaras de arrayán en la proximidad de su tez. No gritaba el gentío, palmeaba rítmico, aplaudíamos todos impulsados por ese algo de un ser glorioso en la derrota. En esos segunditos los de la muchedumbre fuimos más que testimonio (sin aprehender qué se testificaba, sin raciocinar), éramos sentimiento único de algo que intuíamos rompería los machacones recetarios de nuestra cotidianeidad. Urdavilleta se bajó del encordado y con él, en sentido contrario, ascendió la parvada aquélla de tanto espíritu inesperado. En efecto: nunca escuché un palmoteo de tales magnitudes, ni cuando asistí al Forum de Inglewood a la coronación del “Púas” frente al australiano Lionel Rose, o antes al visitar unos tíos en San Juan de Puerto Rico, por los cuales tras llevarme a un concierto de Pau Casals, supe que El Pesebre era Dios en el sestear de un violonchelo. Jamás he vuelto a oír ni a sentir ese algo que desperdigaba Urdavilleta bajo las exhalaciones de aquella luz que sólo a él dirigía un poemario de lunas arremolinadas. Ese algo lo empiezo a procesar después de 50 abriles, con todas mis primaveras desdentadas, el cuello apelicanado de acritud y una faz estúpidamente salpicada de cafetal.

Retornamos de Otumba, Urdavilleta con el burocratismo pertinaz de su nariz dañada, y sus relatos en tono grave de ronquera que abarcaban por entero al box. Estuve en posterior presentación suya en la Coliseo, en un carrusel de amateurs, programados conforme a los pesajes. El welter cerraba. Urdavilleta cerraba. El martilleante martirio cerraba. Otra vez su inútil estampa de guerrero con todas las miradas adheridas a su íntima iconografía, bajo lampareados resollares de hartos wats que sólo a él envolvían a guisa de mística frazada. Otra vez el nocaut contra él, en el mismito capítulo dos, en la mismita cotidianeidad de sus suplicios. Otra vez el chorrreadero nasal estampándosele en el pecho como crepúsculo recién llorado  Otra vez la religiosa laicidad de las palmas hacia él en su despedida, espíritus y más espíritus  embozados en un aplaudir de albatros sobre el mar.

Fue la última vez que estuve con Urdavilleta, y la primera en conmemorar en mi retrospección asaz envejecida “La trascendencia efímera que se atrapa”. Y remiro a Urdavilleta pletórico en el trascender de su efemérides, íntegra su imagen en aquel martirologio, con su honradez de estar en forma para el flagelo rutinario, eso significaba lo único que él creyó podría hacerlo poseedor de ese algo providencial, de laica Providencia...  y compartirlo con los que tuvimos la suerte desmesurada de testificar a quién la luz envuelve... y ser beneficiarios de un tramito de fulgor. 



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