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Edición 220

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Tripartitas lorenzeadas

PINO PÁEZ 
(Exclusivo para Voces del Periodista)

DE LA LIBRERÌAS de viejo fluye un polvo cantadito, una especie de antigüedad coral que flota después de la palabra, como si gargantas pulularan en honor de cualquier mirada, de cualquier pupila alumna de la luz.

PinoExtraño loreto primerito

En el negocito de libros añosos, La herrumbre desleída, sita en Castañeda 666, enfrentito del afamado hospital de muñecas, Los hechizos del vinil, compré por sólo diez pesares Los raros,  estrambótico ensayo de Rubén Darío quien -entre una variedad de anécdotas, puntadas y reflexiones- afirma que Edgar Allan Poe no era cocainómano, sino nada más borracho, un súbdito obediente y contumaz de Su Majestá, El Pomo, cuyas alucinaciones debíanse a la sequía interior, al espejismo de añicos en los implacables horarios de la sed con que la vida curte al destino, hasta reducirlo a saladísimo pellejo de cecina.

El librero, un cuarentón de frente sumida en las profundidades del lucubrar... me dijo desde el siseo de sus encías casi despobladas: “Le dejo tan barata esta edición, porque yo sé cuidar los libros, y este ejemplar está herido, grave, requiee con urgencia un comprador que lo hojee con la tersura de un silbidito otoñal entre la quietud de los ramales”.

Y al final de su terapéutica asesoría, se tallaba frenético el mentón, como si allí se le hubieran chorreado los últimos decires.

En casa, me acomodé a leer acompañado una espumosa tazota de café, más cargado que mecapalero en menesteres de cualquier mudanza.

Arriba del prólogo había un curita viejo y sucio, débilmente adherido. Lo arranqué cuidadoso ¡y oí clarito chillar un abecedario! Sorbí desesperado mi bebida y, con la yema de ambos índices, limpié el interior de mis orejas para desalojar la alfabética quejumbre; nada de ruido gramatical y sollozante quedó en mis tímpanos, protegidos por abundante y sórdido cerumen.

Sin embargo... ¡ante mis ojos los párrafos sangraban¡, ¡una cosecha de hemorragias  deletreaban prosódicas el tormento!

Sudé, transpiraba un riachuelo tibio y atormentadoramente pegajoso, creí que era la sangre de aquella sintaxis en una blasfema transubstanciación... Pero no, tratábase de lo ingerido del cafecito que irrumpía desafiante de mis cachetes, como si coladera fueran mis mejillas.

¡Laterales y en desorden se dispersaban mis angustiados resoplidos!

Intenté controlarme, soplar sólo hacia adentro, ¡y un turbión agarró de veleta mis entrañas!

Por un instante me despegué de Los raros y, en solitaria voz altísima, declamé algo Azul de Darío, ¡entonces los mosaicos empezaron a cuartearse! y, de un trocito de cielo que se colaba por mi ventanita, ¡Satanás se carcajeaba victorioso por su retorno triunfal al paraíso!

Cesé de azularme, opté por recitar memorioso un tramito de El Cuervo de Allan Poe, y, en cuanto llegué al “Nunca más”, ¡el méndigo pajarraco se situó frente a mí con una lenguota de alebrije, paladeando de antemano la llorosa botanita de mis ojitos!

Juré no encuervarme más, ni siquiera con el buche de tequila que tanto desinfecta el alma.

Curioso loreto segundito

Volví sin Gardel pero con Los raros a La herrumbre desleída, con la intención de que el encargado me lo cambiara por otro volumen del mismo título aunque sin curitas, ni parágrafos que escurrieran el testimonio de una cuchillada.

El dueño o empleado de la vejez apalabrada, ¡estaba en cuclillas sobre un chaparrito escritorio de madera! En yoga quizá meditaba un avispero que ininteligible se le desbordaba de la boca lustrosa de humedad.

Se había descalzado. Desde sus calcetines rotos se percibía una cordillera de callos y juanetes, cada uno con un tatuaje moradísimo de culebras, o tal vez de relámpagos amoratados de tanto latiguear en vano los umbrales del santuario.

Accedió a mi súplica, condicionada su anuencia a que yo mismo buscara Los raros en la vetusta catedral del verbo.

Qué complicado me resultaba hallar otra impresión de la obra de Darío en aquella Sierras Madre Occidental de la escritura. Me topé con La oración al preso de Díaz Mirón... y sentí un carcelero entre la meseta de anaqueles. Luego, en un lomo delgadito, tenté a Pedro Páramo, con la esperanza de que Rulfo me desempolvara tanto cementerio que contra pecho me lapidaba.

De nueva cuenta me empapó el sudor, ya no sanguíneo sino de arcilla, una transpirar que me recordaba mi origen de barro y polvareda, casi volé con Alas de ceniza, poemario, impreso en 1975, de la veracruzana María de los Ángeles Pérez Tejada, quien desde una tonalidad desconocida me advertía que “Nos hemos perdido el mundo” porque “Nos abandonó la brisa”.

¡Y yo tan mundano, tan hecho con todo y mi sordera a este mundanal ruido... me aferré silente a esas Alas de ceniza, a María de los Ángeles que en un murmullito de Dios imploraba: “Estoy sola en el círculo sin ecos”.

¡Y un poema de Nadie se me desgajó bendiciéndome en alud!

Estrambótico loreto tercerito

Descendí más arenoso que un beduino. Busqué al librero que seguía encimado y susurrante en su mesita. Y, en calamitosa tesitura que no importunara demasiado sus disquisiciones... le comenté mi fracaso para localizar Los raros, y mi exitazo al descubrirme terregalmente alado en Alas de ceniza.

Le propuse me cambiara el texto de Rubén Darío por el de María de los Ángeles Pérez Tejeda, así fuese edición de autor, en riesgo de ser devorada por el enjambre de polillas... y cegueras.

¡Qué ausencia de mirares en obras que pulen al espíritu, transmutándole en heroico haz de resplandores!, le comenté con el gaznate próximo a estallar en el polvorín de los reclamos.

Le añadí estereofónico que Alas de ceniza estaba mortalmente enfermo en la parálisis de su revuelo, sin un atisbo que lo salvara de las inminencias del roedor... o del bagazo.

No me respondió, o para sí habló algo inaudible. ¡Lugo inició una ascensión sobre las escalinatas de su propio lenguaje indescifrable!, ¡callos y juanetes serpenteaban el paisaje en un color violeta que me dolió una serranía!

Quise elevarme con él, pero no pude pese al arsenal de mis pujidos.

Resolví superarlo en una grandeza de atalayas. Regresé al estante de Alas de ceniza, y con las retinas pletóricas de lunas renovadas... me arcillé en la cúspide del cancionero.

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