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Edición 309

Un Museo sin aspiraciones

REGINO DÍAZ REDONDO
(Exclusivo para Voces del Periodista)

 

                   “La impotencia de occidente es no poder implantar

                        la democracia por falta de demócratas”-

                                   M.A. Partenaire (El País)

 

CEBREROS, Ávila.- “Es una luz que se apaga poco a poco…” dice Joyce Carol Oates, la extraordinaria escritora estadunidense, y me uno a esa frase para hablar hoy de Adolfo Suárez, el primer presidente de esta mal llamada democracia española. 



Francisco Franco.


Recorro su Museo, relativamente importante, que contiene datos sobre el fin de Franco (la muerte en la cama) y los acontecimientos sucedidos en la transición que ya ha quedado anacrónica y es insuficiente.  Hay quienes la defienden y utilizan como si fuera un escudo contra la invasión mora. 

En esta ciudad de tres mil 500 habitantes, la presencia del político cebrereño se convierte en un llamado turístico que, a veces, pasa desapercibido. 

Es curioso que a Suárez no se le recuerde como uno de los grandes del paso a la libertad de España.  Quizá, porque fue feje del Movimiento (Falange) que tantas muertas causó. 

Don Adolfo, ajeno a todo, victima del Alzheimer, camina en su casa de Madrid sin entender ni participar en la lucha que se libra entre el progreso y el estatu quo. 

Su pequeña historia que culminó con el golpe de Estado el 23 de febrero de 1981, es importante pero efímera. Tuvo una carrera fugaz aunque siempre hacia arriba. Desde que empezó en Alianza Popular hasta llegar a ser jefe del Gobierno, con el beneplácito de su amigo el rey Juan Carlos. 

Pero hay algo más. Suárez estuvo siempre preocupado por el devenir de España. Quizá fue un hombre de derechas, no sé, pero es el que mejor supo asimilar y entender puntualmente el cambio. Se adaptó a los reclamos sociales, encabezó algunos, y disfrutó de su momento. 

Gregorio Peces Barba (fallecido), me dijo que “fue un abogadito que surgió por ahí”, pero lo cierto es que es una de las personas que contribuyó a que se aprobase la Constitución de 1978 y apuntaló su paso a la historia al darse cuenta que el posfranquismo no tenía porvenir. 

Suárez tiene mucho mérito por su pragmatismo e inteligencia. 

Su salto hacia delante dejó atrás la dictadura en cuyo gobierno tuvo puestos importantes. Su intuición y carisma fueron necesarios para contribuir a la democracia de los gobiernos que se sucedieron. Valga decir que es uno de los dos políticos que no se escondió entre las curules cuando Tejero gritó “al suelo, esto es un golpe de Estado”. Siguen en el hemiciclo los agujeros hechos por las balas de este estrafalario personaje. 

Santiago Carillo, ex líder del Partido Comunista, fue el otro diputado que no se agachó. Los demás, al suelo, por si acaso… don Santiago estaba acostumbrado el “tiroteo” que repartió y recibió durante largos años dentro y fuera del país.    

Ese día don Adolfo iba a presidir por última vez la Legislatura. Tomaba juramento como jefe de gobierno Leopoldo Calvo Sotelo. 



Adofo Suárez y el rey.


El teniente golpista hizo su pantomima en un intento de volver a implantar la dictadura asesina y risible, captada magistralmente por el gran Chaplin en sus Tiempos Modernos. 

En esta muestra, abierta al público y poco visitada aunque sí lo suficiente, se encuentra uno con fotografías y folletos desperdigados. Hay recortes sobre la insurrección apaciguada de los ultras de uno y otro lado y, si acaso, un par de plasmas de televisión donde se ve a Suárez pronunciando su discurso de investidura y el momento en el que se traslada el cadáver de Franco al Valle de los Caídos donde, arbitrariamente, aún está. 

Una de las frases más trascendentes del abulense fue “quiero que en España haya un sitio para todos bajo el sol” oración no muy afortunada pero que en aquellos tiempos sirvió para darle puntos y preeminencia. 

El cebrereño es honrado entre bambalinas de cartón y hierro por su grito de “el paso a la democracia es para todos” que le ganó afectos momentáneos y algunos perdurables todavía. 

Aparece en el museo Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno interino antes de la transición con su tosco semblante, compungido para decir “españoles, Franco ha muerto”. 



El museo.


Estas imágenes cobran más importancia que el resto de lo que aquí se exhibe. Se ve al príncipe Juan Carlos con un brazalete negro, serio, inclinarse levemente al paso del féretro.

En la secuencia de esa escena, una multitud se abalanza hacia el automóvil que transportaba el féretro del que se alzó en África contra la España republicana. 

Hay un intento fallido de convencer a los españoles que la gente lo coloraba. Pero no es así, lo que les atrajo fue el automóvil último modelo de fabricación estadunidense. 

Si la multitud hubiese querido, la barrera de la policía hubiese  borrada y, quizá, entonces, el caudillo habría resucitado  como Lázaro al tercer día de su muerte. 

Entre los pedazos de notas, algunas ilegibles, otras cortadas que aparecen en los periódicos no hay una continuidad ni se muestra la relevancia que tuvo Suárez en su momento. 

El museo nos permite también escuchar cantos como “mi querida España” preferida por el fascismo y un coro invisible que suplica a San Pedro un lugar en el infierno. 

En escasos diez minutos recorre uno este lugar. Están a la vista panfletos contra ETA en un afán de olvidar que nunca, como en los últimos años del franquismo, esa organización armada tuvo tal auge. 



Felipe González y Leopoldo Calvo Sotelo.


A la mitad del paseo el visitante se topa con recortes de periódicos en los que se maneja ya la legalización de los partidos políticos. 

Quizá lo más relevante, y no es ironía, es cómo se anuncia: “Suárez y la Transición”. Una transición que no vemos durante el recorrido, quizás a propósito, porque la democracia, a fuerza de transgredirla, es aún una entelequia.   

El gobierno de Suárez tuvo una vigencia corta y deja entrever que en ese momento eran los tecnócratas quiénes deberían asumir el poder. Así fue pero por un cortísimo tiempo. Después, llegó un socialismo que en principio trabajó con denuedo a favor del país pero que al final tuvo que entregar el mando a la autarquía. 

Poco más es digno de comentarse. Parece que los encargados de mantener el museo tuvieron más en cuenta el final de la dictadura que la presencia del jefe del Movimiento que representaba un pulmón de aire fresco para esta España coja y tuerta en la que vivimos. 



Santiago Carrillo.


Ni siquiera los hijos de Suárez están satisfechos. Ellos creen, como una gran mayoría, que el reconocimiento a su padre podría tener mayor profundidad y presentación. 

Enriquecerlo es tarea de la familia; recabar mayor información sobre don Adolfo, es el móvil y honrarlo de forma más clara, el fin. 

Creo que no lo conseguirán.

Pero utilicemos un poco la memoria histórica, abolida por este gobierno neoliberal, para preguntar: ¿si Suárez recobrase la memoria, qué diría? 

Se sentiría avergonzado por las atrocidades que ahora se cometen. 

¡Que Dios los guarde a todos! oigo que me susurra don Adolfo al oído.



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