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Edición 210

“ESCENARIOS DE LA DESCOMPOSICION”

GUILLERMO FABELA QUIÑONES

 

MI SALUD VA DE MAL en peor y ya no le encuentro sentido a mi trabajo. Los días comienzan cada vez más grises, lo bueno es que se van también más rápido, como si el tiempo fuera una ilusión que se esfuma durante las horas muertas en espera del patrón. Es verdad que cansa más no hacer nada, dejar que la cabeza se la pase ideando pendejadas que acaban poniéndome más tenso de lo que de por sí estoy desde que amanece.

ES EN ESAS HORAS de inacción cuando me pongo a pensar en la inutilidad de mi existencia, viviendo sin temor a Dios. Entonces me doy cuenta que desperdicié la vida, que el dinero de nada sirve cuando se trae un vacío dentro del pecho que sólo desaparece, para volver con más fuerza, al momento de meterle al cuerpo todo tipo de tiznaderas. Me gustó la vida fácil, a pesar de los consejos de mi padre, y ahora me doy cuenta que tomé la senda más directa a mi destrucción. Antes me valía madres, no sólo porque no tuviera tiempo de pensar, sino porque no sabía lo que era la conciencia. Vine a saberlo cuando perdí a mi esposa y a mis tres hijos, víctimas de una venganza que yo mismo provoqué. De esto hace ya cinco años y todavía siento como si ese crimen hubiera sido ayer. No los puedo olvidar, por más esfuerzos que hago, por más que gasto en putas y en cocaína, por más que trato de pedirle perdón a Dios por mis pecados.
   No me perdona, lo sé muy bien, porque estoy arrepentido a medias. Lo digo porque es la verdad: no puedo dejar de ser un pecador, un verdadero hijo de la chingada, como lo prueba el que siga trabajando con un hijo de puta peor que yo. ¿Por qué lo hago sabiéndolo con plena conciencia? Nomás por darme en la madre yo mismo, no hallo otra explicación. Lo curioso del caso, es que hoy que busco la muerte me rechaza, mientras que antes, cuando me excedía en cuidados y precaución, me pasaron varios percances muy cabrones;  si salí bien librado a final de cuentas, fue porque Dios me tenía reservada la prueba que estoy pasando; aún no quería mandarme al infierno. En tres ocasiones estuve al borde de la tumba, con heridas mortales por necesidad, y sin embargo salí adelante, lo que me hizo creer en la “Santa Muerte”, y a partir de entonces me convertí en ferviente adorador de ella. Por más que intenté que mi esposa creyera en el poder de la imagen esquelética, nunca me hizo caso y las consecuencias no se hicieron esperar: murieron ella y mis pobres hijos del modo más atroz y cobarde: los llenaron de balas cuando los llevaba a la escuela, y todavía tuvieron la desfachatez de darles el tiro de gracia. Ni siquiera tuve oportunidad de darles cristiana sepultura, pues de haberme presentado al sepelio, como lo esperaban mis enemigos, habría sido presa fácil y no lo estaría contando ahorita.

   Sin embargo, hoy me doy cuenta que más me hubiera valido morir entonces, así habría acabado de una vez con mis penas y a Dios le habría ahorrado tener que juzgarme por más y más pecados que seguí acumulando. Pude vengarme, es cierto, y lo disfruté de un modo que me dejó satisfecho, pero al poco tiempo comencé a sentir ese vacío interior que no me deja en paz ni siquiera cuando trato de dormir, harto de tequila y cocaína. Entonces me pongo a llorar como si fuera un niño, con la imagen de mis hijos bien clara en mis recuerdos. Más me duele su muerte, y más ruin me siento, al pensar que murieron por mi culpa, por meterme con la mujer equivocada. Sí, nomás por eso fueron acribillados junto con su madre, por hacerle caso a una de las tantas putas de mi patrón de entonces, aunque sin duda era su puta favorita, la más hermosa pero también la más hija de la chingada. Con el mayor cinismo, disfrutando cada palabra, le dijo lo que había ocurrido entre ella y yo, tan sólo para vengarse de las muchas humillaciones que recibía. Por más que le supliqué fuera discreta, hizo todo lo contrario, sin importarle las consecuencias.   
   A ella la corrió después de darle una buena golpiza, pero a mí me obligó a huir, dejando a mi familia indefensa. Más me hubiera valido, como no me canso de decirlo, enfrentar en ese momento el odio del cabrón de mi jefe, pero como supe a tiempo lo que había ocurrido, en lo que menos pensé fue en mis hijos. Huí despavorido, a sabiendas de que su venganza sería de una crueldad inimaginable, de acuerdo con experiencias anteriores de las que había sido testigo.
   Me escondí durante varios meses, con un compadre cuya casa estaba en una ranchería de la sierra desde donde se tenía una visión panorámica del valle circunvecino. Allí me la pasé muy intranquilo, casi sin dormir, oteando el horizonte, a la espera de una visita inesperada con malas intenciones. Nunca ocurrió, gracias a Dios, por lo que decidí regresar, dispuesto a jugarme la vida en mi venganza. Me fue difícil, muy difícil, lograrla, por la excesiva protección con la que siempre salía de su casa mi odiado ex jefe. Pero al fin  conseguí mi propósito, con el apoyo de mi compadre y dos de sus hijos, después de casi dos meses de estar al acecho. Voló hecho pedazos junto con su carro blindado, aniquilamos a sus seis guaruras, entre los que seguramente se hallaban los asesinos de mi familia, pero a cambio recibí una herida que me costó la pérdida de mi pierna izquierda. La necesidad me obligó a enseñarme a usar una prótesis que disimula perfectamente mi invalidez, aunque no pasa día en que no sienta fuertes punzadas y la misma comezón que sentía en la pantorrilla cuando contaba con mi pierna, que antes podía aliviar rascándome.
   Ahora añoro aquellos tiempos, pletóricos de acción que impedían el aburrimiento. Hoy no corro, aparentemente, ningún peligro, como chofer del licenciado Epifanio Campoamor, a quien desprecio en silencio y con mucho gusto le escupiría la cara. No lo hago porque de algo tengo que vivir y con mi discapacidad y edad no tengo ninguna oportunidad de hallar un trabajo. Menos con mis antecedentes penales, luego de pagar tres condenas en cinco diferentes cárceles de la República. A punto estuve de ser extraditado a Estados Unidos, en el último de mis juicios, pero la intervención del licenciado Campoamor lo evitó. En pago a sus servicios fui obligado a matar a un compañero de prisión, lo que agravó mi condena, pero ya sin el riesgo de la extradición por las influencias del licenciado Campoamor. Sin embargo, creo que hubiera preferido ser enviado a una cárcel gringa, a esperar la muerte, que estar aquí siendo testigo involuntario de todas las chingaderas del licenciado. Conozco muchas de ellas a pesar de que se cuida mucho, es excesivamente discreto y se maneja con una hipocresía que hasta a mí me desconcierta. Es amigo de todos los personajes importantes de este país, a quienes “cultiva” con oportunos regalos, que van desde automóviles de lujo hasta putas también muy exclusivas, dependiendo de los gustos del fulano con quien quiere quedar bien.
   Se cuida mucho de aparentar una vida familiar sin problemas. Tiene una esposa muy complaciente, igualmente hipócrita, que lo deja hacer y deshacer mientras ella hace lo mismo con sus amantes. Cuenta con cuatro hijos, quienes estudian en colegios privados de Canadá y Francia, pertenecientes a la organización esa del famoso padre Marcial Maciel, según he llegado a saber por las pláticas que a veces tienen el licenciado y su mujer cuando viajan en el “Mercedes Benz” blindado del que soy chofer. En esas pocas ocasiones que viajan juntos, casi nunca intercambian palabras, pues el licenciado se la pasa hablando por su celular, mientras ella fuma un cigarro tras otro, lo que pone de mal humor al licenciado. De sus pláticas telefónicas no entiendo nada porque siempre habla en inglés o en francés. Alguna que otra vez habla en español, pero sólo se concreta a responder con un sí o un no que me dejan en ascuas. Pero es mejor así, porque no corro riesgos de ser acusado de pasar información a los muchos enemigos que tiene el licenciado. Debo decir que se los ha ganado a pulso, pues se trata de un verdadero hijo de la chingada, peor que mis anteriores patrones, mafiosos descarados que se jugaban la vida abiertamente, sin andar con hipocresías. En cambio, el licenciado Campoamor aparenta todo el tiempo lo que no es ni quiere ser.
   En lo único que coincide con mis antiguos jefes es en su afición por quedar bien con los altos jerarcas de la Iglesia católica, con la única diferencia de que aquellos eran bien recibidos cuando llevaban por delante cuantiosas sumas de dólares, y el licenciado Campoamor lo es siempre, gracias a sus excelentes relaciones políticas, y desde luego a su fortuna. De ahí en fuera las diferencias son totales, empezando por la ropa y la forma de vivir. Sería impensable ver al licenciado Campoamor vestido con botas y sombrero texano de gran lujo. El prefiere los trajes hechos a la medida, de colores discretos y zapatos sin alardes de lujo. Por lo demás, tan mafiosos son aquellos como éste, aun cuando el licenciado Campoamor tiene estilo y los otros son y serán siempre burdos hasta en el modo de hablar. Sin embargo, como antes dije, yo los prefiero porque no sólo se juegan la vida abiertamente, sino que no tratan de aparentar lo que no son.
   Por eso estoy cada día más desmejorado, pues llevo una vida sin sentido, aparentando lo que no soy. El licenciado Campoamor sabe quien soy, me conoce perfectamente, por eso desde un principio me exigió que me comportara con “decencia”. Claro que si llegara el caso, debía actuar con todos mis instintos bestiales para defender su vida, para eso traía una pistola calibre 380 en su funda sobaquera, así como un rifle R-15 abajo del asiento del carro. Hasta la fecha no ha sido necesario actuar de ese modo, lo que me gustaría para sentir correr por mis venas sangre caliente, así como la adrenalina que me hace falta para sentirme vivo. Esto es explicable, pues el auto en el que viaja el licenciado, perfectamente blindado, lo escoltan siempre tres vehículos más, uno adelante y dos atrás, donde viajan quince guaruras bien armados, aunque algunos de ellos me provocan risa, pues a leguas se nota su inexperiencia y falta de güevos, que ocultan con fanfarronadas sin ton ni son. Pero ni se los digo ni me interesa hacerles ver sus errores tácticos, allá ellos.
   Tengo un cuarto con todas las comodidades, en la parte trasera de la casa, rodeado de árboles frondosos que me dan una apetecible sombra en el verano, y de jardines bien cuidados que me hacen sentir melancolía por los bosques cercanos a la casucha donde pasé mi corta infancia. Vistas así las cosas, no debería tener motivos de queja. No necesito gastar en casi nada el sueldo que me paga el licenciado, por lo que tengo unos buenos miles de pesos escondidos en un rincón del cuarto. Aunque no sé para que los tengo, pues lo de tener una vejez tranquila me parece una idiotez. Es cierto, paso ya de los cincuenta años, pero se me antoja muy cuesta arriba llegar a la tercera edad. ¿Qué caso tendría?
Ayer me dijo el licenciado que me preparara para una tarea muy especial, que incluso me pusiera mi chaleco antibalas. Por eso hoy me desperté bastante animado, como si hubiera rejuvenecido de pronto. No tengo una puta idea del trabajo tan especial que habremos de realizar, pero al menos estoy seguro de que se trata de algo fuera de la rutina a la que estamos acostumbrados. Pero aquí dejo la pluma, ya son las seis de la mañana y tengo que preparar el carro. Espero tener vida y tiempo para relatar cuál fue la operación tan especial que tuvimos que llevar a cabo…
   Son las ocho de la noche y estoy de regreso en mi cuarto. Pues sí, realmente nos salimos de la rutina. Sin embargo, no estoy nada contento conmigo mismo. No me gustó nada lo que hicimos finalmente: echar de sus tierras a unas familias miserables que se habían ilusionado con tener un pequeño patrimonio propio. Nos detuvimos a unos trescientos metros de distancia, bajamos de los carros y el licenciado se paró enfrente de todos nosotros, treinta pelaos bien armados, dispuestos a lo que fuera. Fue entonces cuando nos dijo de lo que se trataba la operación. Caminamos hacia las casuchas, con él al frente, vestido como siempre, aunque con botas vaqueras y sombrero texano que le daban el aspecto de lo que realmente es: un mafioso lleno de voracidad y absolutamente falto de principios. Yo hubiera preferido quedarme en el carro, pero no podía hacerlo bajo ningún pretexto. Así que avance, al lado derecho del licenciado, rezando en mi interior porque no hubiera necesidad de usar las armas. Es que aunque no se me crea, no me gusta matar a gente indefensa, menos siendo pobres como lo eran las familias a las que íbamos a despojar de sus exiguas propiedades, muy valiosas para el licenciado porque por allí pasaría una importante carretera, según había sabido por boca del secretario de Comunicaciones, su amigo y socio.
   Lamentablemente hubo necesidad de hacer unos cuantos muertos, siete para ser exactos, y muchos heridos, quienes se quejaban mientras las mujeres y los niños lloraban inconsolables. Aunque no se me crea, se me partió el corazón de ver tanta impotencia y desolación. Las casuchas fueron quemadas, y los sobrevivientes y sus escasas pertenencias fueron arrojados como fardos arriba de unos camiones de redilas que llegaron a las dos horas después del zafarrancho, a petición hecha por el licenciado en su celular. Regresamos en silencio, mientras pardeaba la tarde, el licenciado muy satisfecho del éxito de la operación, yo muriéndome de coraje. Llegué a pensar en salirme a propósito en alguna curva, aunque también yo muriera, una vez que me asegurara de que el licenciado quedaba bien muerto por una certera bala de mi pistola. No lo hice, no sé realmente por qué oscuro motivo; llegamos a la casa como si nada hubiera pasado, como si hubiera transcurrido un día cualquiera. No le dije nada al licenciado, pero hoy mismo abandono tanto mi cuarto como la ciudad. Me voy con mi dinero ahorrado al pueblo donde nací, a esperar la muerte sin tanto sobresalto.
    
    
    
    
      
          



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